lunes, 24 de noviembre de 2008

María


La esperaba debajo de la lluvia torrencial.

Sus ojos apenas podían abrirse, y parpadeaban constantemente al verse salpicados de agua.

Su traje estaba totalmente empapado, y el agua le entraba por el cuello de la camisa, aunque su cuerpo hacía ya tiempo que había dejado de temblar.
La gente pasaba delante de él, ajenos, con sus mentes preocupadas en llegar pronto a casa y tomarse una sopa caliente y abrazar a sus hijos.
Y él permanecía inmóvil, con la rosa en su mano derecha, y su otra mano metida dentro del bolsillo de la chaqueta.
Su vista, fija en el número cuatro del portal, y sus pupilas se dilataban brutalmente cuando la luz del portal se encendía.
Aquello era lo único que le delataba. Lo único que le hubiera indicado a un buen observador que estaba vivo.
Su gesto era rígido, serio, su mandíbula permanecía firmemente apretada. Su espalda rígida.
La luz del portal se encenció y una figura abrió la puerta.
Entonces, sólo entonces... su boca se movío.
- María. - sólo eso dijo.
Y una amplia sonrisa se dibujó en su rostro haciendo que las gotas de lluvia cambiasen su recorrido por sus labios. Y el gesto rígido se relajó, y la mano con la rosa se elevó como ofreciéndola al viendo o las cientos de lluvia que la mojaban.
Dejó de parpardear para observarla, para verla bien, para empaparse ahora de ella.
El frío cesó, su espalda se relajó, y sus piés comenzaron a moverse sin que nadie les diera la orden para hacerlo.
Ella caminaba unos metros por delante. Su gabardina gris dejaba su falda al descubierto, así como esta, sus bellas piernas con sus zapatos. Su pelo bien peninado caía en cascada como las gotas de lluvia por sus paraguas.
Su caminar era ágil sorteando los charcos de agua en la irregular acera.
Se acercó a ella moviéndose un poco hacia la derecha para verle el perfil de su rostro. Su pequeña nariz, sus cejas arqueadas, su piel blanca.
Y su mano derecha, la que sujetaba la rosa se levantó y se acercó a ella, ofreciéndosela, rociada de una miríada de pequeñas gotitas de agua en su superficie.
Y ella le miró con sorpresa e incredulidad, al principio con estupefacción, luego con una sonrisa...
que se tornó en desconcierto y que dió pronto paso a un gesto de produndo dolor.
Ella bajó su cabeza y vió la otra mano de él que empuñaba un estilete de acero clavado en su pecho.
Levantó la cabeza con una mirada interrogativa en su rostro... y así cayo al suelo mientras una finea linea de sangre escapaba por la comisura de sus labios.
-Perdone, me he equivodado. - Dijo él.
Y guardando el estilete continuó caminando como si tal cosa y su rostro quedó nuevamente serio, con su mandibula de acero fieramente clavada. Su mirada impasible, y su espalda rígida.
-Puta maría, donde coño te metes.
Y sigió caminando perdiéndose en la lluvia con su rosa en la mano.
Detrás la sangre se diluía en la lluvia y formaba extraños dibujos, como una serpiente que se removía buscando su presa.
Unos ojos miraban al cielo ciegos
y mojados, no de agua... si no de lágrimas de dolor.

martes, 11 de noviembre de 2008

Corazones furtivos



A veces el tiempo va tan lento...


¿Cuantas veces lo había mirado, diez, quince?


Aquel maldito reloj se obstinaba en ir lento, muy lento, como si aquella odiosa aguja de los segundos pesara una tonelada, y cuando sobrepasaba las seis, le costara la vida subir hasta las doce.
A veces ella creía que incluso retrocedía. Estaba completamente segura, pero claro, no lo podía decir.

Intentó seguir con su tarea en el ordenador, aislándose y sin pensar en eso.
Y lo consiguió hasta tal punto que cuando la radio emitió las señales horarias, casi pegó un salto de su silla y cogiendo un bote de pastillas salió ante la mirada estupefefacta de sus compañeros, gritando algo como que era la hora de su medicación para el estómago.

Fué con el corazón golpeando fuertemente contra su pecho, pero obligando a sus piernas a andar despacio, por el largo pasillo que llevaba hasta los servicios.
Estos eran en su entrada mixtos. Había una larga fila de lavavos, y entonces dos pasillos a ambos lados, donde estaban chicos a la derecha, y chicas a la izquierda.
Había sólo una chica arreglándose el pelo que pronto salió dejando los servicios solitarios.

Ella llegó y enjabonó sus manos dejando las pastillas olvidadas a un lado.
Se oyó una puerta del lado de los chicos y la cisterna.
Ella ni siquiera levantó la mirada y siguió con sus manos, a pesar de que su corazón era ya un puro frenesí.
Se oyeron pasos detrás de ella y alguien se colocó a su lado, y comenzó al igual que ella a lavarse las manos.

Eran unas manos grandes, pero de dedos finos.

Los dos permanecían en silencio, sólo roto por el ruido del agua al caer.
Entonces ella se volvió y se dirigío a la puerta.
Y cuando casi llegaba a ella, esas manos grandes la abrazaron por detrás y unos labios calientes le besaron el cuello.

Sólo pudo suspirar, y echar su cabeza atrás.
Se volvió y le miró. Era alto moreno, y le amaba más que su propia esposa.
Miró sus labios gruegos y su boca se acercó a la de ella.
Por un momento el tiempo se detubo, durante el momento que esos labios permanecieron unidos y los cuerpos abrazados.

Los ojos húmedos se miraron porque jamás había palabras, y jamás las abría. Tódo sobraba en esos momentos y todo lo estropearía. Sólo hablaban el calor de sus labios y la humedad de las miradas.
Y el miraba los carnosos labios de ella, las pequeñas grietas que lo recubrían y sólo podía desear besarla y cubrir aquella piel con la suya.
Y lo hizo, pensando en cuánto tiempo volvería a sentirlos, en cuanto tiempo pasaría hasta poder sentir su calor, su aliento, el calor de aquel cuerpo.

Y ella se separó y abriendo la puerta salío limpiándose los ojos.

Y el quedó solo.
Sólo con sus labios aun guardando el calor de ella.

Sólo con su corazón que poco a poco se iba quedando frío.